Al coronel de carabineros Pantaleón Boné, en la madrugada del día 8 de marzo de 1844, lo habían llevado al Malecón de Alicante para ser fusilado. Lo obligaron a arrodillarse sobre el terroso suelo que se iba a empapar de su sangre y de la sangre de sus 23 compañeros de infortunio,con las manos atadas a la espalda y despojado de los distintivos e insignias de su arma y rango, con el pelotón de fusilamiento a sus espaldas y el mar mediterráneo, azul y luminoso, al frente, como la última imagen de su vida. Se sentía humillado, como todos los condenados de aquella triste madrugada, que hubieran querido, al menos, morir de pie y cara a los fusiles, como hombres de honor que eran. Y pese a su congoja, aún le quedaron fuerzas para girar su rostro airado, antes de que le vendaran los ojos, y fulminar con la mirada a Federico Roncali, Capitán General de Valencia, represor de su pronunciamiento contra la odiada Ley de Ayuntamientos, con la que el Gobierno de González Bravo había convertido la Constitución en un papel mojado. El general, montado en su caballo alazán, rehuyó su mirada y fingió interesarse por el paisaje mediterráneo que se doraba a los rayos del sol incipiente.

El coronel aún se giró más, venciendo la resistencia de sus guardianes, con el fin de ver por última vez el macho del Castillo de Santa Bárbara. Allá en lo alto, por entre las troneras de los cañones se asomaban, enracimadas, algunas cabezas curiosas. Pero junto al emplazamiento de la campana y la base del mástil de la bandera, solo podía verse la figura solitaria y oscura del jefe accidental de la guarnición. Boné sabía muy bien quién era aquel hombre: Juan Martín “Empecinado”, el que decía ser pariente de aquel famoso guerrillero liberal del mismo alias, héroe de la Guerra de la Independencia, ejecutado por orden del rey Fernando VII en 1825. Este segundo “Empecinado” había sido el hombre de confianza de Pantaleón Boné, su mano derecha, el joven entusiasta que le animó a lanzarse a la aventura de capturar una ciudad, para animar a los militares honrados de toda España a rebelarse contra el gobierno traidor. Y después, para salvar el pellejo y el empleo, se había convertido en Judas Iscariote y le había servido en bandeja la fortaleza al sanguinario Roncali.

Con el castillo en poder del enemigo ya no fue posible mantenerse en la ciudad tendida a sus pies. Capturado, humillado y degradado de su rango, ahora iba a morir a la vista de quien lo había vendido al mejor postor. Y adivinó su rostro torvo, su mirada evasiva, mientras el pañuelo de los ejecutores se cernía ya sobre su última mirada. Deseó con toda su alma que, desde allí arriba, Martín pudiera adivinar quién era él de entre toda la hilera de reos, y que imaginara su gesto de reproche infinito, de desprecio y asco sin límites. Boné ya no lo pudo ver, pero la figura solitaria se retiró de la atalaya junto a la campana, incapaz de presenciar la ejecución. Seguramente, una nausea intensa le estrujaría el estómago en espera de oír las detonaciones de fusilería, mientras desde lo más hondo de su alma, el rostro severo y duro de su tío, el auténtico Empecinado, le diría: “Me avergüenzo de tí”.

¡Viva la Libertad!, gritó Boné, secundado por los más animosos de sus compañeros.

¡Viva la Reina!, respondió Roncali, mientras hacía una seña con la cabeza al jefe del pelotón.

¡Fuego!, gritó el oficial, bajando el sable y entornando los ojos.

Boné no llegó a oír la descarga. Su cerebro ya había sido destrozado por un certero disparo cuando el estampido llegó a sus tímpanos. La vida terminó para él en ese instante, mientras algún eco de su viva a la Libertad retumbaba todavía en el fondo de su cráneo agujereado.

Y no hubo más.

Miguel Ángel Pérez Oca

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